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Frentes Avanzados de la Historia

EL TRÁFICO MARÍTIMO Y EL COMERCIO DE INDIAS EN EL SIGLO XVIII

EL TRÁFICO MARÍTIMO Y EL COMERCIO DE INDIAS EN EL SIGLO XVIII

Marina Alfonso Mola

Universidad Nacional de Educación a Distancia.UNED/España

 

 

La política reformista del Despotismo Ilustrado vinculó la recuperación de la economía española a la reactivación del comercio ultramarino, tal y como preconizaban los teóricos del mercantilismo tardío que le sirvieron de inspiración. De ahí que apenas acabada la Guerra de Sucesión, los ministros de Felipe V adoptaran una serie de medidas para reorganizar un sector profundamente deprimido y desarticulado.

Ahora bien, por esta misma razón, antes de abordar la política reformista llevada a cabo en el ámbito del tráfico colonial, es conveniente trazar un somero panorama de la situación de partida. Una vez realizado el descubrimiento de América y comenzado el asentamiento de españoles en los primeros enclaves caribeños y centroamericanos como consecuencia de los viajes de exploración y la constatación de la existencia de oro y plata en las tierras recién halladas, los Reyes Católicos se vieron en la necesidad de organizar una línea comercial que uniera los reinos hispanos con el Nuevo Mundo: la Carrera de Indias[1]. Después de un período de vacilaciones, se adoptaron una serie de decisiones inspiradas por el naciente mercantilismo, que incluían la reserva del monopolio del comercio con las Indias a los súbditos españoles de los monarcas (fundamentado en las bulas alejandrinas de 1493 y el tratado de Tordesillas de 1494, que declaraban los derechos de la Monarquía Hispánica a la explotación del Nuevo Mundo)[2], la constitución de un organismo de control de todo lo relacionado con dicho tráfico (la Casa de la Contratación) y la designación del puerto de Sevilla (“puerto y puerta de las Indias”) como única cabecera de la ruta que debía unir la Península con las tierras americanas.

En el plano de la navegación, tras un período presidido por los “registros sueltos” que navegaron en solitario o en pequeños convoyes espontáneos hasta las Antillas primero y hasta el continente más tarde, sin fecha predeterminada para zarpar mas que por la oportunidad de los vientos y corrientes (corredor de los alisios en verano y corriente de Canarias en invierno), sin restricciones en las cargas (hasta 1543, en que se crea el Consulado y se estipula el valor mínimo de cada partida en 1.000 pesos), con el concurso de numerosos barcos (carabelas, naos, urcas, tipos de escaso tonelaje, entre 40 y 100 toneladas) propiedad de armadores procedentes de todo el litoral español y fabricados en su totalidad en astilleros nacionales, se fue dando paso, en un principio por razones de defensa para preservar la seguridad de las rutas atlánticas de los ataques de los corsarios isabelinos, a un sistema comercial regulado de un modo más estricto, que culminó con la promulgación del famoso Proyecto de Flotas y Galeones (1564, con algunas disposiciones complementarias posteriores), que establecía la salida anual de dos grandes flotas convoyadas al amparo de navíos de guerra fuertemente artillados[3]. Las flotas se componían de barcos de muy diversos tipos (galeones, naos, urcas, filibotes, pingues, fragatas, zabras, pataches), aunque desde el último tercio del siglo acabaron predominando los galeones, grandes bastimentos que fueron aumentando las doscientas toneladas de arqueo de media de la segunda mitad del Quinientos hasta las quinientas o más de la segunda mitad del Seiscientos[4].

A medida que se iba acentuando el gigantismo de las embarcaciones, se va degradando la operatividad del sistema de flotas y galeones al entrar en juego un poderoso oligopolio de intereses privados no coincidentes con el “bien de la nación”. Nos referimos a que emerge dentro de este sistema un implícito negocio de especulación comercial en los mercados americanos; de ahí que los flotistas intenten retrasar de forma deliberada la partida de los convoyes comerciales para que la carestía de productos incida en el aumento de los precios de los mismos. Los buques son cada vez menos y más grandes (costosas estadías en la metrópoli y en América para llenar y vaciar las enormes bodegas), con el consiguiente encarecimiento del costo de construcción y la imposibilidad de poder obtener un bastimento por un precio módico, por lo que los propios flotistas se erigen en los dueños de los buques, ya que son los únicos que disponen de capitales lo suficientemente fuertes para invertir en barcos y afrontar no sólo la improductividad de los tiempos muertos durante el fondeo, sino también los gastos consiguientes a la estadía (impuestos de puerto, sustento de tripulaciones de mantenimiento y vigía, deterioro de los cascos, etc.), con lo que el sector del transporte deja de diferenciarse del sector comercial y se inicia una larga etapa de supeditación del sector naviero a los intereses del comercio. A esto hay que añadir que los flotistas estaban fuertemente respaldados por las autoridades de la Casa de la Contratación que, pese a una detallada normativa sobre la prelación y orden para la formación del buque de cada convoy, eran las que tenían la última palabra para designar los barcos que habían de integrar cada expedición.

Si bien es cierto que no existió una normativa que impidiera directamente la participación en la Carrera de los armadores de cualquier punto del litoral español, la práctica indujo a la autoexclusión de los mismos, cuando al amparo del ologopolio del Consulado sevillano se produjo el cambio en las estructuras de la propiedad de los mercantes al servicio de la Carrera, que hacía prácticamente inviable el negocio de los fletes en el puerto hispalense y cortaba la posibilidad de la participación en las rutas americanas, las que daban mayores beneficios y podían ofrecer la oportunidad de la acumulación de capital previa para la inversión en nuevas unidades. Consecuencia de este cambio paulatino en la estructura de la flota fue la disminución del potencial numérico de la flota mercante, la primacía de los intereses del comercio especulativo sobre el sostenimiento de líneas comerciales dinámicas, la muerte por inanición del sueño de maestres y pilotos de la Carrera de convertirse en dueños de los barcos que patroneaban o pilotaban (como fruto de la inversión de los beneficios obtenidos en la realización de su tarea profesional), la autoexclusión de las rutas ultramarinas de los pequeños armadores y el surgimiento del puerto de Cádiz como alternativa a la plaza sevillana, dadas las crecientes dificultades que entrañaba el gran calado de los buques para superar la barra de Sanlúcar de Barrameda[5].

Por otra parte, los intercambios no pudieron tener una base más sencilla a lo largo de todo el siglo. Consistieron en la exportación de productos agrícolas (vino y aceite, los llamados "frutos" por antonomasia) y productos manufacturados (sobre todo, las llamadas "ropas" por antonomasia: paños, bayetas, lienzos, sedas, terciopelos, brocados, encajes), además de hierro y clavazón y de los cargamentos de mercurio destinados al procedimiento de beneficio de la plata llamado amalgama (embarcados en una flota separada de galeones conocidos con el nombre de "los azogues") y en la importación de metales preciosos (al principio oro, pero después fundamentalmente plata), que se complementaban con algunos otros productos, entre los cuales destacaban los colorantes (grana, añil y palos tintóreos). Artículos de menor consideración eran en el caso de las remesas metropolitanas algunos derivados de los principales productos agrarios (vinagre, aguardiente, aceitunas, alcaparras, harina) y algunos otros frutos secos (almendras, avellanas, pasas), así como otras manufacturas (peletería, jabón, papel, calzados, sombreros, medias, cintas, quincallería, cordelería, herramientas, cerámica), medicinas y algunos objetos de devoción (rosarios) y también culturales, como libros, obras de arte (especialmente pinturas) e instrumentos de música. En el caso de las importaciones, junto a los metales preciosos y los colorantes, hay que mencionar algunas otras materias primas (singularmente los cueros), algunos productos medicinales (jenjigre, zarzaparrilla, guayaco, cañafístula, jalapa), algún objeto suntuario (perlas, carey) y algunos otros géneros, entre los que merecen lugar aparte los productos de plantación como el tabaco (cuya elaboración y distribución se convertiría en un monopolio de la Real Hacienda a partir del siglo XVII), el azúcar o el cacao, que también hacen en el siglo XVII sus primeras y tímidas apariciones y, en menor medida, el algodón (ya en el XVIII). El cuadro no quedaría completo sin tener en cuenta que si los "frutos" eran fundamentalmente andaluces, el hierro era vizcaíno y el mercurio provenía de las minas de Almadén, el conjunto de las "ropas" estaba constituido masivamente por reexportaciones de tejidos procedentes de la Europa del Norte. Y que fue precisamente el valor muy superior de estas manufacturas textiles el que desató las críticas de los tratadistas coetáneos (que hablaron del avasallamiento de la plaza sevillana por la producción extranjera y que llegaron a imaginar a España como "las Indias de Europa"), así como el que permite caracterizar en gran medida el comercio sevillano como un comercio de intermediación, en el que muchos agentes españoles actuaban tan sólo como comisionistas, mientras los beneficios de las exportaciones industriales iban a parar a los proveedores extranjeros.

Como la plata indiana servía naturalmente para pagar las remesas metropolitanas, una parte importante pasaba a manos de los mercaderes (españoles y también extranjeros) que hacían de intermediarios con los proveedores del norte de Europa, que se convertía así en el destino final de un porcentaje difícil de calcular del metal precioso, lo que hizo pensar en la economía española como mero "puente de plata" entre América y Europa. Sin embargo, tampoco debe desdeñarse la plata retenida en las arcas hispanas, tanto a través de la propia actividad comercial (avituallamiento de los buques, venta de licencias de embarque, producto de los fletes, beneficios del comercio a comisión, retribución de las exportaciones nacionales y participación en los seguros y en los riesgos de mar, el sistema crediticio fundamental para el funcionmiento de la Carrera), como a través de los ingresos propios de la Corona (esencialmente los derechos de aduana y el quinto real sobre los metales preciosos). En cualquier caso, la investigación no ha resuelto aún la contradicción entre el proceso inflacionario vivido por España y la huida del metal precioso allende las fronteras peninsulares[6].

Un lugar aparte hay que conceder al tráfico de esclavos. La existencia de mano de obra indígena no propició la entrada de esclavos africanos en América en los primeros tiempos del asentamiento hispano, al tiempo que la falta de bases en las costas occidentales de Africa (como consecuencia del tratado de Tordesillas) impedía la actuación directa de los mercaderes españoles en este ramo. De ahí que se recurriese a la suscripción de contratos para la introducción de esclavos, es decir a un sistema de asientos que no tenía paralelo en el modo general de funcionamiento de la Carrera de Indias[7].

Finalmente, una variable queda siempre fuera del cuadro, el fraude y el comercio de contrabando, imposible de evaluar, aunque debió ser mayor en términos relativos durante los momentos de mayor decadencia del tráfico y de mayor descontrol de la Casa de la Contratación, en las décadas finales del siglo XVII. Aunque hubo otras razones (la centralización del tráfico en el puerto sevillano, la exclusión de los extranjeros, la obligación de superar un determinado monto en la inversión), fue sin duda la presión fiscal (avería, almojarifazgo de Indias y derechos de toneladas, que venían a representar aproximadamente el 35% del valor de las mercancías intercambiadas) uno de los mayores incentivos del fraude, que se vio potenciado además, en el caso de los metales preciosos, por la práctica viciosa de la incautación de los caudales en caso de necesidad de la Corona y por la demora en la entrega de los caudales a los particulares por parte de la Casa de la Contratación. Sumar este 35% a los beneficios obtenidos en las operaciones de exportación e importación resultó un incentivo muy apetecible para muchos comerciantes, que buscaron las formas de burlar a los agentes del fisco, la mayoría de las veces con la colaboración de las propias autoridades o de los propios capitanes de los barcos de las flotas, que participaban directamente del fraude[8]. Y, finalmente, hay que sumar a este fraude generalizado el contrabando abierto, practicado por los extranjeros y sus agentes españoles y que alcanzaba su máxima expresión en la escala de las Canarias o en el comercio directo realizado por agentes no autorizados completamente al margen de las normas de la Carrera de Indias. Un rosario de puertos onubenses y gaditanos supieron rentabilizar su situación y, al tiempo que ayudaban a completar los cargamentos y a proveer de bastimentos a las naves, se dedicaron a atender las arribadas forzosas y a ejercer un activo contrabando, especialmente intenso en las localidades de la bahía gaditana.

Según los cálculos de las expediciones y los tonelajes, las décadas finales del siglo XVII marcan una progresión en la caída, que no se detiene ni siquiera con el cambio de centuria, sino que llega hasta 1715, con la abrupta sima de 1709, la más profunda desde la inauguración del comercio ultramarino. Las razones de este largo periodo de contracción no parecen depender de causas vinculadas con la evolución de las colonias, es decir de una presunta "era de depresión" de la América hispana[9], sino que se derivan más bien de la crisis general de la metrópoli (crisis demográfica, económica, social y política, que tiene su trasunto en las continuas dificultades de la Real Hacienda y en el retroceso militar y territorial en Europa y fuera de Europa), con sus repercusiones en la Carrera de Indias.

La situación a fines del siglo XVII señalaba el fin de una época: la Casa de la Contratación había declinado en sus funciones de control, el monopolio sevillano se había desplazado a otros puertos andaluces (y singularmente al puerto gaditano), las remesas de metal precioso se habían reducido a su mínima expresión, los efectivos navales era insuficientes, las flotas no salían anualmente, las rutas americanas durante la Guerra de Sucesión habían sido atendidas por buques franceses y había aumentado la presión fiscal y por ende el contrabando, de modo que los barcos extranjeros visitaban abiertamente los puertos americanos y se producía el auge del comercio directo entre los países europeos y las colonias americanas. Ante semejante estado de cosas, se imponía una reforma profunda de la Carrera de Indias, que sería abordada por los ministros de la nueva dinastía borbónica apenas concluida la Guerra de Sucesión.

En efecto, la Carrera de Indias presentaba un panorama desolador al final de la guerra de Sucesión a la Corona de España. Por un lado, el comercio oficial había descendido durante la primera década de la centuria a cotas aún más bajas que las registradas en la segunda mitad del siglo XVII, al tiempo que aparecía más que nunca enteramente en manos de los fabricantes y mercaderes extranjeros. Por otro lado, la alianza con Francia, necesaria para sostener la causa de Felipe V, había supuesto la concesión de toda una serie de privilegios a los comerciantes de aquella nación, que habían consolidado sus posiciones en la bahía de Cádiz, habían obtenido a través de la Compagnie de Guinée el asiento para la introducción de esclavos en América y habían aprovechado su posición para irrumpir en el área del Pacífico, en el virreinato del Perú, convertido poco menos que en un coto reservado de los armadores galos a través sobre todo de los cap-horniens radicados en Saint-Malo. Finalmente, el propio tratado de Utrecht había dado carta de naturaleza legal a la penetración comercial inglesa en la América hispana, mediante la concesión del privilegio exclusivo de la introducción de mano de obra esclava a la South Sea Company (en detrimento de la compañía francesa) y del llamado "navío de permiso", que permitía la negociación de 500 toneladas anuales de mercancías en las ferias de Veracruz y Portobelo[10].

Ante esta comprometida situación, y partiendo de la consideración del comercio con América como el principal motor para facilitar la rápida recuperación de la economía española, los sucesivos gobiernos de Felipe V llevaron a cabo una política de constante intervención en la organización de la Carrera de Indias, encauzando su actuación por una doble vía. Así, por un lado, adoptaron una actitud revisionista respecto de los privilegios obtenidos por franceses e ingleses como consecuencia de la guerra de Sucesión y la paz de Utrecht, es decir mantuvieron con tenacidad una política que miraba a la anulación por todos los medios posibles de las ventajas que habían pasado a disfrutar los extranjeros en el ámbito americano. Y, por otro, desplegaron un sistemático programa de reformas con el propósito de recuperar el control del comercio colonial, incrementar los niveles del tráfico de exportación e importación y promover una suerte de nacionalización de la Carrera de Indias[11].

Siguiendo un orden estrictamente cronológico, las primeras medidas (las decididas durante los años 1717-1725) consistieron en la aplicación al ámbito del tráfico ultramarino de los principios de racionalización y de uniformización que estaban presidiendo las etapas iniciales del reinado de Felipe V en todos los órdenes de la vida española. Así, la primera iniciativa fue la de ordenar el traslado de la Casa de la Contratación a Cádiz (1717), en realidad un acto legislativo que daba mera carta de naturaleza a un hecho consumado, el progresivo desplazamiento del negocio colonial desde Sevilla a la bahía gaditana, que ya había generado una acalorada polémica desde finales del siglo anterior y cuya solución consagraba la decadencia definitiva de la ciudad hispalense, en favor de la plaza gaditana, cuyo triunfo se vio sancionado por la construcción de toda una serie de fortalezas para la defensa del puerto y de las flotas. El decreto de 8 de mayo de 1717 introducía además algunas modificaciones en la estructura interna de la institución, cuya presidencia quedaba unida a la titularidad de la Intendencia General de la Marina, creada al mismo tiempo, aunque ambos cargos volverían a quedar separados a mediados de siglo por un decreto de 22 de octubre de 1754. Sin embargo, esta renovación institucional, al igual que el traslado simultáneo del Consulado, no tendrían verdadera trascendencia para la organización inmediata del tráfico[12].

La segunda disposición reformista consistió en la introducción de una serie de mejoras de carácter administrativo dentro de un sistema que seguía asentado en los principios mercantilistas. Así, el nuevo instrumento concebido para la revitalización de la Carrera fue la publicación del llamado Proyecto de Flotas y Galeones de 1720. Al mismo tiempo piedra fundacional del nuevo orden y confirmación del sistema imperante desde 1564, el proyecto establecía una mejor reglamentación de las expediciones (flotas, navíos, cargamentos, fechas, habilitaciones, formalidades administrativas), lo que tuvo su reflejo en un considerable progreso en la rapidez de la tramitación de los registros, en la simplificación contable y en la prevención del fraude. A este último fin se orientó uno de los capítulos básicos de la ordenanza, estableciendo un nuevo sistema arancelario que rebajaba los impuestos sobre los frutos y gravaba las manufacturas por el procedimiento del palmeo, es decir según los palmos cúbicos de los envases, privilegiando así los productos de más valor en relación a su volumen. En cualquier caso, la buscada claridad impositiva se vería comprometida por la permanencia del almojarifazgo de Indias y la aparición, pocos años más tarde, de nuevos derechos, como el de avisos, el de guardacostas o el de almirantazgo, poniendo de relieve las limitaciones del proyecto de renovación así como la excepción de la hacienda en el reformismo borbónico. Es decir, los redactores de la ordenanza se proponían promover el trafico introduciendo mejoras técnicas, pero no querían en absoluto renunciar a los fáciles ingresos que la Hacienda pública obtenía de una presión fiscal poco indulgente para con los cargadores a Indias[13].

En la segunda línea de actuación, atendida simultáneamente, las autoridades borbónicas se propusieron la liquidación del avasallamiento legal del tráfico ultramarino por los comerciantes extranjeros que habían operado en América al socaire de la guerra de Sucesión y ahora lo hacían al amparo del tratado de Utrecht. La expulsión de los franceses del Mar del Sur se llevó a cabo durante el virreinato del marqués de Castelfuerte, que a partir de 1724 fue cercenando todos los privilegios obtenidos por los navíos de aquella nación bajo la capa protectora de la actitud condescendiente mantenida por el virrey marqués de Castelldosrius, hasta el punto de que la ruta de los cap-horniens pudo considerarse cerrada en torno a 1730[14].

Mayores dificultades presentó la denuncia de las cláusulas del tratado de Utrecht favorables al comercio británico. El privilegio del "navío de permiso" era un puñal hundido en el costado de la Carrera de Indias. Por ello, si ya en 1725 las autoridades de Veracruz procedieron a confiscar el buque británico de aquel año, en 1729 el ministro José Patiño, aprovechando la prolongación de las negociaciones del tratado de Sevilla, negó la autorización para enviar el registro a América. Tal actitud por parte española no podía conducir sino a la ruptura de hostilidades, a una guerra que enfrentaría a ambos países durante diez años (1739-1748). La paz de Aquisgrán (1748) permitiría finalmente al gobierno español, ya bajo el reinado de Fernando VI, liquidar mediante la firma del tratado comercial de Madrid (1750) la espinosa cuestión de la South Sea Company y sus derechos al asiento de negros y al "navío de permiso", que eran abolidos mediante una compensación en metálico de cien mil libras esterlinas[15].

En cualquier caso, esta mera reestructuración de un sistema plenamente mercantilista, en su fundamento y en su práctica, no satisfacía plenamente a los legisladores ilustrados, que pronto se manifestaron a favor de introducir nuevas piezas que corrigieran la excesiva rigidez de la Carrera de Indias. Al control del tráfico por los funcionarios de la Corona debía unirse la participación de los agentes españoles en el comercio de exportación. Agentes que no eran sólo los cargadores, sino también los cosecheros y los fabricantes, y que no eran sólo los andaluces, sino también los del resto de las provincias hispanas[16].

Ahora bien, ni el enunciado del principio ni la incitación formal por parte de los intendentes podían bastar para conseguir los resultados apetecidos, sino que era necesario articular los mecanismos que permitiesen promover la producción de las diversas regiones y canalizarla hacia América. La primera vía que se creyó hallar para tal fin fue la aplicación de una fórmula que no dejaba de ser también estrictamente mercantilista, la creación de compañías a las que se otorgaba el privilegio del tráfico exclusivo con las áreas que se les designasen para el ejercicio de sus actividades comerciales. Tal iniciativa tenía la doble ventaja de la incorporación de los agentes españoles que quisiesen insertarse en unas sociedades que tenían una marcada implantación territorial (San Sebastián, Granada, Sevilla, Barcelona, etc.) y la potenciación de aquellas áreas deprimidas que en América habían quedado al margen de los grandes circuitos servidos por las flotas[17].

La primera de estas sociedades fue la Compañía Guipuzcoana de Caracas (1728), cuyos objetivos fueron los de garantizar las relaciones entre San Sebastián y Venezuela, el intercambio del hierro vascongado contra el cacao venezolano y la persecución del contrabando en el área (fundamentalmente el mantenido por los holandeses desde Aruba y Curaçao y por los ingleses desde Jamaica, bases fundadas en ámbitos territoriales desdeñados por los españoles por su escaso interés comercial). Aunque hubo de enfrentarse a diversas dificultades (el elevado precio del hierro o el conflicto entre los mercaderes y los cultivadores del cacao), alcanzaría una cierta longevidad, tras superar los perjuicios sufridos por las sucesivas medidas liberalizadoras de 1765 y 1778, para finalmente fundirse con la Compañía de Filipinas (1785)[18].

Le seguiría la Compañía de La Habana (1740), cuya actividad principal debía ser la compra y envío de tabaco y azúcar cubanos a España, pero que pronto diversificó sus negocios de manera irregular, dedicándose a la introducción fraudulenta de esclavos y a la exportación de tabaco a las colonias británicas, al tiempo que sus administradores se entregaban a la manipulación de los balances y a la práctica de la doble contabilidad. Tras deshacerse de la pesada obligación de fabricar una serie de navíos para la Corona en el arsenal de La Habana, la ocupación de la ciudad por los ingleses (1762-1763) cerró la primera etapa de la trayectoria de la sociedad, que sobrevivió sin embargo a la crisis, gracias a la autorización a introducir esclavos legalmente y a la adquisición de ingenios azucareros, que le permitieron comerciar con productos de su propiedad[19].

La fundación de la Real Compañía de Barcelona (1756) fue resultado de la progresiva incorporación de Cataluña a la Carrera de Indias, un fenómeno que venía produciéndose de forma significativa desde más de una década atrás. La nueva sociedad, cuyo establecimiento se justificaba por su misión de revitalizar las deprimidas economías de las islas de Santo Domingo, Puerto Rico y Margarita, pronto se enfrentó a las dificultades derivadas de sus insuficiencias financieras y de los bajos rendimientos de las inversiones de sus participantes. No obstante, el funcionamiento regular de su factoría de Santo Domingo y la ampliación de sus negocios, singularmente a la remisión eventual del añil de Honduras pero, sobre todo, a la continuada exportación del cacao de Cumaná, su renglón más rentable, le permitieron mantenerse en activo hasta que los decretos de 1765 y 1778 la condenaron a una lenta pero insoslayable decadencia[20].

Las rutas ultramarinas estuvieron abiertas también a otras sociedades, como algunas de las compañías de Comercio y Fábricas (las de Granada y San Fernando de Sevilla)[21], del mismo modo que todavía en la tardía fecha de 1785 se recurriría a este instrumento para fomentar el tráfico directo entre la metrópoli y las islas Filipinas, hasta ahora sólo garantizado mediante el galeón de Manila. No obstante, mucho antes de que se fundara la Real Compañía de Filipinas[22], las compañías privilegiadas habían pasado a convertirse en una fórmula obsoleta, criticada desde muchas instancias oficiales, donde se abría paso la idea de la libertad comercial como única vía para un verdadero progreso del tráfico colonial, como ya había predicado el equipo dirigido por Campillo en el seno de la secretaría de Marina e Indias desde antes de mediados del siglo.

En efecto, había que abolir el sistema de Flotas y Galeones. La incidencia negativa del sistema, culpable del anquilosamiento de la marina mercante y de la perpetuación del verdadero monopolio, el consular, que entorpecía la extracción de géneros y frutos y daba preferencia al comercio ilícito sobre el comercio legal, comenzó a ser enfatizada durante la época del monopolio gaditano en las opiniones y comentarios de los proyectistas (conde de Torrehermosa, Legarra, Campillo, Ward y Campomanes), que expusieron claramente los efectos nocivos del sistema: las flotas no salían con regularidad ni en uno ni en otro continente y así las desabastecidas áreas americanas eran campo abonado para el surtimiento a través del contrabando. Los buques españoles que podían haberse dedicado a llevar los frutos y manufactiras desde la metrópoli no se construyeron jamás y el relevo lo tomaron los extranjeros, que hicieron su negocio a costa de un sistema de comercio y transporte que los favorecía, es decir que contribuía al desarrollo de las flotas nacionales de sus competidores. Como muestra, la opinión de Bernardo Ward, que en su Proyecto económico (1762) dice taxativamente: “En una palabra, es tal el desorden en todo y en cada parte de nuestros intereses en América, que si los enemigos de España [...] se juntasen para discurrir el modo de inutilizarnosla, creo que no pudieran idear un medio más eficaz que la coordinación de un sistema [el de galeones y flotas], que ha producido los efectos que acabamos de reconocer”.[23]

La objeción al sistema imperante es clara y no hay que olvidar que este escrito es posterior al ensayo de la navegación en “registros sueltos”, propiciada por un hecho fortuito (la guerra del asiento, más que las compañías privilegiadas, salvo quizás para el caso de Guipúzcoa), no calculado por los ministros borbónicos, el que terminaría potenciando la participación provincial, especialmente en el caso de Cataluña, sin duda la región más preparada para aceptar el reto. En efecto, la ya mencionada guerra contra Inglaterra (1739-1748) obligó a las autoridades españolas a imaginar una excepción a la regla que evitase el riesgo del bloqueo británico contra las flotas de la Carrera de Indias y al mismo tiempo garantizase tanto el abastecimiento de las colonias americanas como las remesas de plata y otros productos ultramarinos a la metrópoli. Se autorizaron así los registros sueltos, que ofrecían la ventaja de su flexibilidad, tanto para sortear con mayor facilidad el acecho de los buques ingleses como para zarpar con rapidez sin la servidumbre de la espera para constituir el convoy habitual. Sus resultados superaron las expectativas, incrementando el tráfico (no sólo con las plazas que servían de desembocadura a las flotas sino con las regiones marginales tradicionalmente mal abastecidas) y ofreciendo nuevas oportunidades a las empresas mercantiles de otras regiones metropolitanas apartadas del comercio directo en virtud de las exigencias del sistema de flotas y galeones. El caso de Cataluña, cuya marina mercante pudo volver a las aguas atlánticas casi dos siglos después de una renuncia impuesta por una práctica desfavorable para sus intereses, ilustra a la perfección esta influencia decisiva de un cambio en el sistema de navegación sobre la transformación del sistema comercial. Los registros sueltos de 1739 (que además se autorizaban utilizando la vía reservada de Indias al margen de la Casa de la Contratación) significaron el reverso y el fin del sistema implantado por el Proyecto de Flotas y Galeones de 1564 y abrieron así una nueva época en la Carrera de Indias[24].

El final de la guerra con Inglaterra planteó la alternativa de mantener el sistema de registros sueltos o volver a la situación anterior. La exigencia de los Consulados de Cádiz, México y Lima, principales interesados en retornar al régimen primitivo, permitieron al conservador Julián de Arriaga (que había sustituido al marqués de la Ensenada en la secretaría de Marina e Indias) proceder al restablecimiento de las flotas detinadas a Veracruz en 1754 (por real orden de 11 de octubre), pero por el contrario los restantes destinos fueron atendidos ya por los registros sueltos que tan buenos resultados habían proporcionado, de tal modo que, pese a la concesión a los flotistas mexicanos y a sus aliados gaditanos, el tráfico al margen de las flotas vino a representar, entre 1754 y 1778, el 87% del comercio total entre la metrópoli y sus colonias americanas. De este modo, la exigencia de una particular coyuntura cobraba carta de naturaleza en la Carrera de Indias y preparaba el camino para asumir otras innovaciones más radicales sugeridas por los ministros ilustrados de ideas más avanzadas[25].

La primera medida descentralizadora fue de alcance limitado. Se trató de la designación de un segundo puerto como sede de un monopolio secundario, la creación de un servicio de Correos Marítimos en la ciudad de La Coruña, que en realidad vino a constituir un apoyo a la exportación ultramarina de todas las regiones litorales del Cantábrico. Durante sus años de funcionamiento normalizado, los destinos más frecuentados por sus barcos fueron los de Buenos Aires (que concentró el 61% de las expediciones) y el complejo de las Islas de Barlovento, Tierra Firme y Nueva España, que absorbieron el 39% restante[26]. Instaurado en 1764, su vigencia fue también corta, puesto que el decreto de 1778 le asestó el golpe de gracia, perdiendo La Coruña (lo mismo que Cádiz, que de todas formas centralizó un poco más del 75% del tráfico ultramarino[27]) su condición de puerto privilegiado frente a las restantes plazas peninsulares.

Ahora bien, por muy limitadas que fueran las cuñas introducidas en el sistema monopolístico gaditano por las compañías privilegiadas y por los correos marítimos, su importancia radica en la experimentación práctica del principio de liberalización comercial con la participación de otros puertos en el registro de los cargamentos destinados a América. Al año siguiente se entraba ya en una etapa diferente, que sin contrariar frontalmente la hegemonía de Cádiz significaba el abandono del sistema de puerto único y su sustitución por un sistema de contactos multitalerales entre diversos puertos metropolitanos y diversos puertos americanos, que de hecho dejaba expedito el camino para la instauración del Libre Comercio. El primer paso en esta vía, que tuvo todavía un alcance reducido, fue la promulgación del llamado Decreto de Comercio Libre de Barlovento (1765). Consistió en la autorización del tráfico directo a nueve puertos peninsulares (Barcelona, Alicante, Cartagena, Málaga, Cádiz, Sevilla, Gijón, Santander y La Coruña) con diversas islas antillanas (Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Margarita y Trinidad), a las que se sumaron, en ampliaciones sucesivas, otras diversas áreas, como fueron Luisiana (1768), Campeche y Yucatán (1770), Canarias (1772) y Santa Marta y Riohacha (1776). Aunque se trataba en general de áreas secundarias e incluso deprimidas, fueron muy numerosos los barcos que utilizaron los registros de Barlovento. Además, hay que decir que los efectos se vieron ampliados por la disposición que permitía la visita de diversos puertos caribeños en el transcurso de la misma expedición, lo cual facilitaba el comercio intercolonial, que también se estaba liberalizando paralelamente por las mismas fechas. En cualquier caso, la consecuencia más importante fue crear la conciencia entre las autoridades y los implicados del progresivo estado de disolución del monopolio gaditano, del abigarramiento producido por la coexistencia de los regímenes diferentes de flotas, registros sueltos, compañías privilegiadas y correos marítimos y, en resumidas cuentas, de la necesidad de una profunda transformación y simplificación del tráfico colonial, de una reforma completa de la Carrera de Indias[28].

El Decreto de Libre Comercio de 2 de febrero de 1778, que incorporaba al ámbito liberalizado las regiones de Perú, Chile y Río de la Plata, apenas si tuvo trascendencia en razón de su breve periodo de funcionamiento, pues a los pocos meses dejaba paso al más completo Decreto de Libre Comercio de 12 de octubre de 1778, que establecía el tráfico directo entre trece puertos españoles (los nueve ya citados, más los de Palma de Mallorca, Los Alfaques de Tortosa, Almería y Santa Cruz de Tenerife, a los que se sumarían algunos otros a lo largo del periodo de vigencia del sistema) con numerosos puertos de toda América (los nueve puertos mayores de La Habana, Cartagena de Indias, Buenos Aires, Montevideo, Valparaíso, Concepción, Arica, El Callao y Guayaquil, más los trece puertos menores de Puerto Rico, Santo Domingo, Monte Christi en La Española, Santiago de Cuba, Trinidad, Margarita, Campeche, Santo Tomás de Castilla, Omoa, Riohacha, Portobelo, Chagres y Santa Marta), con la excepción de las áreas de Nueva España y Venezuela, que no se incorporarían a la nueva situación hasta 1789[29]. Entre las novedades más importantes introducidas destacaba un sistema arancelario menos gravoso y más flexible con una discriminación proteccionista en favor de los productos nacionales, una serie de medidas en favor de la nacionalización del transporte (barcos exclusivamente de propiedad nacional y tarifas proteccionistas para los de fabricación española o hispanoamericana)[30], lastradas bien es verdad por toda una serie de excepciones debidas a la insuficiencia del armamento nacional, y la creación de una serie de "consulados nuevos" para defender los intereses de todos los agentes implicados en el comercio colonial. El año de 1778 se convirtió en un año de transición, en un momento especial durante el cual convivieron registros realizados por todos los sistemas imaginables (1720, 1764, 1765, febrero de 1778, octubre de 1778)[31], y finalmente en un gozne que abría la puerta a la expansión del sistema ya radicalmente nuevo del Libre Comercio por antonomasia[32].

¿Qué balance cabe hacer de la política reformista ilustrada en relación con la Carrera de Indias? Desgraciadamente no es posible dar una respuesta definitiva a todas las preguntas, especialmente porque carecemos de suficientes evidencias cuantificables homogéneas sobre el valor del comercio antes y después de 1717 y a lo largo de los períodos de 1717-1778 y 1779-1828 (más bien 1818, año en torno al cual se debe establecer, aunque sea con reservas, el principio de la concienciación de la situación crítica a que debía enfrentarse España en las colonias y año en que se abrió la posibilidad de realizar expediciones desde los puertos metropolitanos a los buques extranjeros, gravados con un recargo del 4% en la habilitación de registros en concepto de bandera extranjera). Además, se debe tener presente, a la hora de la valoración de la etapa del Libre Comercio, que los preliminares de la crisis colonial se han de fijar en 1808 (cuando los representantes americanos en las Cortes de Bayona formularon una serie de peticiones tendentes a poner fin al pacto colonial), que las Juntas Americanas entre 1810 y 1814 iniciaron con carácter soberano relaciones con Gran Bretaña y Estados Unidos y que, si bien el triunfo de los movimientos revolucionarios pioneros fue efímero y al finalizar la guerra de la Independencia en el territorio peninsular la metrópoli logró restaurar el régimen colonial (salvo en gran parte del Río de la Plata y Venezuela), las bases para el restablecimiento de la soberanía eran tan frágiles que entre 1818 y 1821 se produjeron una serie de declaraciones independentistas en cadena, quedando la resistencia de los grupos realistas reducida a algunos enclaves aislados, que tan sólo se pudieron mantener hasta 1824 ó 1826, fecha en que el derrumbe del dominio colonial fue claro y manifiesto[33]. En cualquier caso, si seguimos los datos disponibles sobre los caudales procedentes de las colonias, el número de expediciones a América, la naturaleza de los géneros exportados y la participación regional, se puede obtener una idea aproximada de los efectos de las medidas del reformismo borbónico.

En efecto, una magnitud significativa es el valor de los caudales recibidos de América, especialmente los que vienen por cuenta de particulares y que pueden por tanto suponerse en líneas generales equivalentes al producto de la venta de las mercancías exportadas. La posibilidad de contrastar las cifras correspondientes a tres momentos diferentes (1717-1738, 1747-1778 y 1782-1796), permite comprobar la evolución interna seguida durante los períodos aquí analizados. Mientras la primera etapa arroja un total de casi 131 millones de pesos, la segunda alcanza los 401 millones, lo que significa (por encima de la desigual duración de ambas etapas) un aumento más que considerable de las remesas metálicas entre las fechas consideradas, que se incrementan durante la primera etapa del Libre Comercio hasta alcanzar 448 millones (sólo para Cádiz y Barcelona en una época jalonada de conflictos bélicos)[34].

De este modo, sin pretender deducir más conclusiones de las permitidas, no cabe duda de la espectacular progresión de los indicadores disponibles, aunque no respondan exactamente a las preguntas formuladas. El comercio creció sin duda a lo largo del periodo del monopolio gaditano, si bien este crecimiento no debe imputarse exclusivamente a la bondad de la política reformista en el terreno específico del tráfico ultramarino, sino al desarrollo general de la economía española a todo lo largo del Setecientos. En cualquier caso, el sistema de Libre Comercio representó un nuevo paso adelante en el crecimiento del comercio colonial, ya que, si volvemos a emplear los mismos indicadores (partiendo de la base de las 930 expediciones efectuadas en los últimos cincuenta años del monopolio sevillano), obtenemos los siguientes resultados: 1.188 expediciones (o viajes de ida), en los sesenta y dos años de vigencia del monopolio gaditano, frente a 3.949 expediciones durante los cuarenta años del libre comercio, acerca de los cuales existen cifras procedentes del cómputo de las fuentes oficiales (aunque se debe tener en cuenta que los buques empleados en la Carrera durante esta última etapa eran de menor tonelaje)[35]. El proyecto de dinamización del ritmo del tráfico se cumplió incluso más allá del desideratum expresado por Campomanes de tener cuarenta buques navegando anualmente en viaje redondo, ya que de 19 unidades anuales de media durante el monopolio gaditano se pasa a 87 expediciones de media durante el período de libertad comercial.

Ahora bien, incluso si consideramos que el número de expediciones en la ruta atlántica puede tener un correlato adecuado en las cifras de las exportaciones a América, faltarían otras variables para juzgar del éxito o el fracaso de la política borbónica. En efecto, tan interesante como el crecimiento general del tráfico resulta el grado de nacionalización obtenido a partir de la incorporación de las distintas regiones al comercio de exportación. En este sentido, los escasos datos disponibles para el período del monopolio gaditano no predisponen al optimismo, ya que durante dicho espacio la producción española podría haber representado tan sólo un 16% del valor total de las exportaciones, calculado a partir de la manipulación de los registros de la flota de 1757 y su extrapolación al conjunto de los años 1717-1778. Aunque carecemos de cifras para comprobar un posible progreso a lo largo de dicha etapa, en cualquier caso también aquí el Libre Comercio se reveló como el verdadero sistema rupturista, ya que la cifra del 52% para la exportación española en relación al total durante el periodo 1782-1796 permite constatar cómo, quizás por primera vez en la historia de la Carrera de Indias, las reexportaciones extranjeras se ven superadas por los géneros de la producción nacional[36]. Tendencia que se mantiene e incluso se acentúa si llegamos hasta 1818 (62%), y hasta 1828, según los primeros datos de una investigación aún en curso[37].

Si la producción nacional se va haciendo poco a poco su hueco en las bodegas de los buques de la Carrera, éstos también se incorporan a un proceso de nacionalización en su fábrica (114.600 toneladas de construcción española frente a las 38.000 toneladas del monopolio gaditano)[38]. Ahora bien, no todo el litoral contribuyó en igual medida al progreso de la construcción naval. La construcción nacional se distribuyó de forma desigual por la geografía tanto española como americana, siendo Cataluña y Vascongadas las que más toneladas aportaron y Andalucía la que incluyó mayor número de bastimentos en la composición de la flota del Libre Comercio, lo cual no fue óbice para que los astilleros de Valencia y Baleares mostraran su vitalidad constructiva como beneficiarias de los cambios producidos en el tonelaje de los barcos a partir del cambio en el sistema de navegación y de las repetidas crisis bélicas que incidieron en el tráfico ultramarino (barcos de escaso porte por conveniencias de seguridad y división de riesgos)[39]. Por otra parte, la misma disparidad en la participación regional mostrada por las distintas áreas metropolitanas es exportable a los diferentes ámbitos hispanoamericanos involucrados en la construcción naval con representación en la Carrera, pudiéndose detectar un ritmo de crecimiento, siempre en progresión, a medida que se va consolidando el Libre Comercio y las distintas áreas americanas van progresando al beneficiarse de los efectos positivos de la libre circulación entre los puertos habilitados[40].

Continuando con el sector naval, los otros dos indicadores que sirven para mostrar el posible éxito de las medidas reformistas son el fomento del número de bastimentos mercantes para el mantenimiento de unas líneas regulares con las colonias ultramarinas y la modernización de los tipos de buques para adecuarse a las necesidades de mayor velocidad de rotación y de crucero. En ambos aspectos se puede convenir que se logró una mejora notable. En primer lugar, la flota mercante se incrementó con respecto al monopolio gaditano, de modo que de 598 barcos se pasó a 1.720 unidades, teniendo en cuenta que a esta cifra se han de añadir las embarcaciones del Libre Comercio que zarparon de los otros puertos habilitados al margen del tráfico gaditano. En segundo lugar, al tiempo que la velocidad de rotación se incrementó (son numerosos los barcos que habilitan en Cádiz dos veces en el mismo año)[41], la velocidad de crucero se vio potenciada por la reducción del porte de los buques (el 62,75% de las expediciones se hicieron en buques de porte inferior a las 200 toneladas, mientras que en el monopolio gaditano sólo se realizaron el 32%, predominando las efectuadas en barcos de mayor tonelaje) y la modernización de sus perfiles y arboladuras. Los navíos, paquebotes, saetías y urcas del monopolio fueron desplazados por fragatas, bergantines, polacras y goletas, mientras se incorporan toda una serie de tipos de tradición mediterránea de velas latinas (jabeques, jabeques-místicos, jabeques-polacra), que progresivamente se van adecuando a las necesidades atlánticas a través de la adopción de aparejos mixtos, idóneos para barloventear ciñendo el viento de bolina[42]. Y los cascos no sólo se estilizan por el procedimiento de de alargar la quilla con relación a la manga, sino que también comienzan a recubrirse con forros de cobre, contribuyendo a aumentar la velocidad, la maniobrabilidad y a disminuir los costos de estadía para las reparaciones inherentes a los forros de madera agredidos por la broma en las cálidas aguas de la costa americana[43].

Resumiendo, la progresiva incorporación regional se vio favorecida desde el primer momento por la política reformista, tanto por la promoción de las compañías privilegiadas, como por la implantación de los registros sueltos o por la progresiva quiebra del sistema de puerto único permitiendo al menos la "multiplicación del monopolio". La reserva de espacios exclusivos en América para sociedades de base provincial, la posibilidad de navegar en barcos de modesto porte al margen del control de las flotas por parte de la oligarquía de los cargadores gaditanos y la utilización de los puertos más cercanos para el embarque de los géneros dejando para realizar en Cádiz tan sólo el trámite del registro de los cargamentos, fueron otras tantas bazas en el activo de las burguesías locales de las diversas regiones, incluso antes de la promulgación del Decreto de Libre Comercio de 1778. También en este terreno puede decirse que el reformismo cosechó indudables éxitos, aunque con una indudable diferenciación regional[44].

Así, la respuesta regional fue inexistente en los casos de los puertos de los Alfaques de Tortosa, Cartagena, Almeria y Sevilla y extremadamente tímida en Alicante, Palma de Mallorca, Gijón y Santa Cruz de Tenerife. En mayor medida comparecieron las plazas de Santander, La Coruña y Málaga, mientras Cádiz retenía la mayor parte del tráfico por su ventaja inercial y Barcelona se revelaba como la gran beneficiaria del sistema gracias al proceso de crecimiento económico protagonizado por Cataluña a lo largo del Setecientos[45].

En suma, el reformismo borbónico no supuso una alteración de las bases mercantilistas que fundamentaron el funcionamiento de la Carrera de Indias desde sus primeros momentos. En este sentido, la política llevada a cabo por los Borbones se mantuvo dentro de la lógica del absolutismo ilustrado, que buscaba en todos los campos soluciones para el apuntalamiento del Antiguo Régimen, nunca para su subversión. Ahora bien, dicho esto, la Carrera de Indias se benefició de la aplicación de principios de racionalización para conseguir un mejor rendimiento que se reflejase en el crecimiento del tráfico y en la nacionalización de las exportaciones. En este contexto, los métodos aplicados fueron cada vez más avanzados, en una secuencia que va desde la mera reordenación de comienzos de siglo hasta la adopción de medidas tendentes a erosionar la doctrina del puerto único y la amplia liberalización posterior a 1778. Naturalmente, nada en esta política lesionaba el dogma del control estatal y la reserva del espacio americano a los súbditos de la Monarquía Hispánica, incluso cuando impelidos por la cruda realidad se autorizó, por real decreto de 9 de febrero de 1824, el comercio directo con los extranjeros en los dominios de América, gravado con un recargo del 6% de habilitación por derecho de extranjería, para dificultar que los foráneos pudiesen participar de los beneficios reservados a los naturales. La modernización del sistema debía ser justamente la garantía de la perpetuación del propio sistema, por lo que la administración se mostró renuente a publicar el decreto de 21 de febrero de 1828, acta de defunción del Libre Comercio y, en definitiva, de la Carrera de Indias[46]. Sin embargo, del mismo modo que la mayor racionalidad y eficacia del Despotismo Ilustrado permitió a la larga la aparición de una ideología independentista y la efectiva emancipación de América, el mejor funcionamiento de la Carrera de Indias contribuyó a la denuncia de los principios del pacto colonial favorable a la metrópoli en que tenía su fundamento. La independencia de América acabó con el sistema de intercambios establecido a raíz del descubrimiento justamente cuando el reformismo borbónico estaba empezando a producir sus mejores frutos en el sector del comercio ultramarino.

 

 NOTAS


[1] Una panorámica bien argumentada en A. García-Baquero González, La Carrera de Indias: suma de la contratación y océano de negocios, Sevilla, 1992; y para otros aspectos vinculados a las partidas invisibles, A. M. Bernal, La financiaciación de la Carrera de Indias (1492-1824). Dinero y crédito en el comercio colonial español con América, Sevilla, 1993.

[2] Esta opción descartaba la implantación de un monopolio de tipo estatal: la Corona sólo retuvo un tanto por ciento del producto de las minas (el llamado quinto real, o sea el 20% de los metales extraídos) y los derechos de aduana cobrados tanto en la metrópoli como en los puertos coloniales.

[3] Ambos convoyes zarpaban de Sevilla y se dirigían respectivamente, el denominado la “flota” al puerto mexicano de Veracruz (después de tocar por lo regular en Santo Domingo y La Habana) y el llamado los “galeones” a Tierra Firme (puertos de Nombre de Dios, primero, y Portobelo más tarde, con un ramal a Cartagena de Indias y otros puertos cercanos del mismo litoral), donde descargaban sus productos, que eran internados hasta la ciudad de México, en el primer caso, y, en el segundo, hasta la ciudad de Panamá, ya en el Pacífico, donde eran embarcados con destino al puerto del Callao para su distribución por el inmenso territorio del virreinato del Perú. Naturalmente, el viaje de regreso seguía el camino inverso, con una escala obligada en La Habana, donde se unían ambas flotas en torno al mes de marzo antes de partir para la metrópoli. Al margen de las flotas, hay que decir que también prestaron un servicio regular los llamados navíos de aviso, destinados a anunciar las fechas de salida y llegada de los convoyes y a transportar las órdenes y los restantes documentos oficiales emanados de las autoridades reales, así como la correspondencia mercantil de los particulares. Además, en la segunda mitad de siglo (1571) se puso en funcionamiento una línea de prolongación que se consolidaría igualmente por varios siglos (hasta 1815): el llamado galeón de Manila, que partía de Acapulco para alcanzar las islas Filipinas, donde intercambiaba sus cargamentos de plata (y otros artículos mexicanos) contra las sederías y las porcelanas de China (y otros géneros, filipinos, japoneses y de más lejana procedencia). Para mayor información puede consultarse un clásico: C. H. Haring, Comercio y navegación entre España y las Indias en la época de los Habsburgos, México, 1939 (1ª edición, Cambridge, Mass., 1918); así como E. Lorenzo Sanz, Comercio de España con América en la época de Felipe II, 2 vols., Valladolid, 1980. Para la prolongación ultramarina asiática: W. L. Schurz, El Galeón de Manila, Madrid, 1992 (1ª ed. inglesa, 1939); C. Yuste López, El comercio de Nueva España con Filipinas, 1590-1785, México, 1984; y M. Alfonso Mola y C. Martínez Shaw (eds.), El galeón de Manila, Madrid, 2000.

 [4] Aunque la normativa exigió desde el principio que los barcos de la Carrera de Indias se construyesen exclusivamente en astilleros españoles, la fábrica varió sin duda con el transcurso de los años, de modo que a finales del siglo XVI la participación extranjera comenzó a aparecer tímidamente para en la segunda mitad de la centuria siguiente arraigarse con más entidad (30%, como consecuencia de la inflación, que había triplicado el valor de la tonelada contruida en los astilleros nacionales y el recurso a la compra de barcos extranjeros en el mercado de segunda mano, que eran más baratos), aunque aún en proporción inferior a las naves españolas (construidas en Vizcaya, Guipúzcoa, Andalucía, Canarias, Galicia y Asturias) y las americanas (fabricadas en Cuba, Campeche, Santo Domingo y Maracaibo, fundamentalmente). Las extranjeras procedían singularmente de los astilleros portugueses, flamencos, holandeses y napolitanos, más franceses, ingleses, hanseáticos y genoveses. Los datos proceden de H. y P. Chaunu, Séville et l’Atlantique (1504-1650), París, 1955-60, t. VI (1), pp. 116-157; y L.. García Fuentes, El comercio entre España y América, 1650-1700, Sevilla, 1980, pp. 203-205.

 [5] Cf. M. Alfonso Mola, “La flota colonial española en la Edad Moderna. Una visión panorámica”, XIII Encuentros de Historia y Arqueología. Economía Marítima, San Fernando, 1998, pp. 13-49 (la referencia en pp. 14-15). También resultan interesantes para documentar los buques de esta época: F. Serrano Mangas, Los galeones de la Carrera de Indias, 1650-1700, Sevilla, 1985, y del mismo autor, Armadas y flotas de la plata (1620-1648), Madrid, 1989.

 [6] La llegada de la plata americana produjo la llamada revolución de los precios. Se trata del proceso de potenciación del crecimiento europeo gracias, entre otras causas, a la disposición de abundantes medios metálicos de pago, los cuales evitan el estrangulamiento de los intercambios y propician la inversión en todos los sectores a partir de una inflación moderada y por tanto estimulante. En el caso español, sin embargo, la riada de plata produjo una inflación excesiva en una economía caracterizada por la escasa flexibilidad de la demanda y por el bajo nivel tecnológico que impedía aumentar la producción al ritmo de la inversión. Estos factores provocaron el aumento de los precios españoles en relación con los europeos al tiempo que la circulación de dinero barato, lo que llevó a los empresarios a desinteresarse por la inversión en una economía cada vez menos competitiva y empujó a los consumidores a adquirir los productos importados a mejor precio. De este modo, como señalaban los contemporáneos, la riqueza de España fue la causa de su pobreza. Cf. E. J. Hamilton, El tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501-1650, Barcelona, 1975.

 [7] Dichos asientos fueron firmados en buena parte con mercaderes portugueses, que mantienen un verdadero monopolio hasta la segunda mitad del siglo XVII, cuando se suscriben contratos con los genoveses Grillo y Lomelin (1663-1674), que marcan la transición a la aparición de las dos compañías (francesa e inglesa respectivamente) que se alzarán con el monopolio desde los primeros años del siglo XVIII.

 [8] Las fórmulas para evitar el pago de los derechos fueron muy numerosas, destacando en primer lugar la manipulación de los registros: la falsedad de las anotaciones (unas mercancías por otras, unos valores por otros), los registros extraordinarios (partidas adicionadas, registros rezagados), los registros aplazados (partidas sin registrar y partidas por registrar). A continuación venían las ocultaciones de las mercancías, que también adoptaban modalidades diversas, como las arribadas maliciosas (es decir el desembarco en puertos alejados de las miradas de los jueces de la Casa), el alijo nocturno de caudales desde los galeones de la Carrera a otros barcos menores excluidos de toda inspección, la acción de los llamados "metedores" o especialistas en introducir mercancías sin registrar dentro de las murallas.

 [9] El hundimiento se referiría al tráfico controlado desde la Casa de la Contratación, siendo posible, de acuerdo con las afirmaciones de Michel Morineau basadas en el análisis de los datos ofrecidos por las gacetas holandesas (muy distintos de los registrados por los funcionarios sevillanos), que las remesas hayan proseguido a buen ritmo aunque en beneficio de ese comercio directo con las diversas potencias europeas sin la intermediación sevillana. Cf. M. Morineau, Incroyables gazettes et fabuleaux métaux, París, 1985.

 [10] Para las cifras del comercio oficial en estos años, cf. A. García-Baquero, Andalucía y la Carrera de Indias (1492-1824), Sevilla, 1986, pp. 87-124. Sobre el comercio francés en el Pacífico, sigue siendo necesaria la consulta de las obras clásicas de E. W. Dahlgren, Les relations commerciales et maritimes entre France et les côtes de l’Océan Pacifique (commencement du XVIIIe siècle), París, 1909; L. Vignols, “Le commerce interlope français à la Mer du Sud, au début du XVIIIe siècle”, Revue d’Histoire Economique et Sociale, nº 13 (1925), pp. 240-299; y G. Scelle, La Traite negrière aux Indes de Castille, París, 1906; además de los libros más recientes de F. Campos Harriet, Veleros franceses en el Mar del Sur 1700-1800), Santiago de Chile, 1964; S. Villalobos, Comercio y contrabando en el Río de la Plata y Chile, 1700-1811, Buenos Aires, 1965; y C. D. Malamud Rikles, Cádiz y Saint Malo en el comercio colonial peruano (1698-1725), Cádiz, 1976. Para las confrontaciones hispano-británicas y sus implicaciones económicas en América, cf. las obras clásicas de J. O. McLachlan, Trade and Peace with Old Spain, 1667-1750, Cambridge, 1940; y G. H. Nelson, Contraband and Peace with Old Spain, 1667-1750, Cambridge, 1940.

 [11] Para las reformas impulsadas en el ámbito del tráfico ultramarino por los ministros de los primeros Borbones, cf. la obra de G. J. Walker, Política española y comercio colonial, 1700-1789, Barcelona, 1979; y, más recientemente, el trabajo de A. J. Kuethe, “El fin del monopolio: los Borbones y el Consulado andaluz”, en E. Vila y A. Kuethe (eds.), Relaciones de poder y comercio colonial, Sevilla, 1999, pp. 35-66.

 [12] Sobre el conflicto entre Sevilla y Cádiz, sigue siendo imprescindible el trabajo clásico de A. Girard, La rivalité commerciale et maritime entre Séville et Cadix, París-Burdeos, 1932. La cuestión del traslado de las instituciones sevillanas del comercio colonial a la plaza gaditana ha sido revisada por A. Crespo Solana, La Casa de Contratación y la Intendencia General de la Marina en Cádiz (1717-1730), Cádiz, 1996; y por A. J. Kuethe, “Traslado del Consulado de Sevilla a Cádiz: nuevas perspectivas”, en E. Vila y A. Kuethe (eds.), Relaciones ..., pp. 67-82.

 [13] Para la valoración del Proyecto de 1720, cf. A. García-Baquero, Cádiz y el Atlántico, 1717-1778, Sevilla, 1976, especialmente, t. I, pp. 197-210; así como G. J. Walker, Política ..., pp. 140-146.

 [14] Sobre esta cuestión, cf. el trabajo clásico de L. Vignols y H. Sée, “La fin du commerce français dans l’Amérique espagnole”, Revue d’Histoire Economique et Sociale, nº 13 (1925), pp. 300-313; así como el de C. D. Malamud Rikles, “Els negocis d’un virrei català al Perú: el marqués de Castelldosrius (1707-1710)”, II Jornades d’Estudis Catalano-Americans, Barcelona, 1987, pp. 83-97.

 [15] Cf. G. J. Walker, Política ..., especialmente pp. 258-259.

 [16] Esta fórmula para la nacionalización del tráfico ultramarino fue ya expuesta con claridad en la circular remitida en 1720 a los nuevos intendentes repartidos por todo el territorio español: “[...] Y considerando Su Majestad que este u otro cualquier comercio, para poder enriquecer mucho a sus vasallos y aumentar la Real Hacienda, es conveniente que se haga, a lo menos la mayor parte, con géneros y frutos de estos reinos [...] me manda Su Majestad decir a V.S. que teniendo presentes estos motivos y reconviniendo con ellos a los fabricantes y negociantes de ese reino, procure V.S. alentarlos y disponerlos a que envíen a Cádiz la mayor cantidad que pudieren de frutos, tejidos y demás géneros de España a fin de embarcarlos para Indias, ya sea con factores propios, o encargándolos a los de la Carrera de Indias, o vendiéndolos a los negociantes que residen en Andalucía [...]” (la cita es recogida por J. de Uztáriz, Theórica y Práctica de Comercio, 3ª ed. 1757, pp. 110-111). Para el pensamiento del prestigioso economista, cf. R. Fernández Durán, Gerónimo de Uztáriz (1670-1732). Una política económica para Felipe V, Madrid, 1999.

 [17] Sobre estas sociedades en general, cf. M. J. Matilla Quiza, “Las compañías privilegiadas en la España del Antiguo Régimen”, La economía española al final del Antiguo Régimen, Madrid, 1982, t. IV, pp. 269-401.

 [18] Cf. R. D. Hussey, The Caracas Company, 1728-1748, Cambridge, Mass., 1934; y M. Gárate Ojanguren, La Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, 1728-1785, San Sebastián, 1990.

 [19] Cf. M. Gárate Ojanguren, Comercio ultramarino e Ilustración. La Real Compañía de La Habana, San Sebastián, 1993.

 [20] Cf. J. M. Oliva Melgar, Cataluña y el comercio privilegiado con América. La Real Compañía de Comercio de Barcelona a Indias, Barcelona, 1987.

 [21] C. A. González Sánchez, La Real Compañía de Comercio y Fábricas de San Fernando de Sevilla (1747-1787), Sevilla, 1994; y M. Molina Martínez, “La Real Compañía de Granada para el comercio con América”, Andalucía y América en el siglo XVIII, Sevilla 1985, t. I, pp. 235-249.

 [22] Sobre el galeón de Manila, sigue siendo esencial la lectura del libro ya clásico de W. L. Schurz, El galeón ..., pero hay que consultar obligadamente los trabajos de J. Cosano Moyano, Las relaciones comerciales entre Filipinas y Nueva España: el permiso en el monopolio del Galeón de Manila, Córdoba, 1980; y de C. Yuste López, El comercio .... Sobre la Compañía de Filipinas, el estudio básico sigue siendo el de M. L. Díaz-Trechuelo, La Real Compañía de Filipinas, Sevilla, 1965.

 [23] B. Ward, Proyecto económico en que se proponen varias providenciasdirigidas a promover los intereses de España con los medios y fondos necesarios para su planificación. Escrito en el año 1762 por B. W., ed. de J. L. Castellano, Madrid, 1982.

 [24] La influencia del sistema de navegación sobre el sistema mercantil se argumenta en M. Alfonso Mola, “La flota ...”. Para el caso catalán, cf. C. Martínez Shaw, Cataluña en la Carrera de Indias, 1680-1756, Barcelona, 1981; y M. Alfonso Mola y C. Martínez Shaw, “La expansión catalana en la Andalucía Occidental”, Els catalans a Espanya, Barcelona, 1996, pp. 213-221.

 [25] Aunque es nutrida la bibliografía sobre la dialéctica entre los consulados y la vida económica en el transcurso de la centuria, cf. la excelente panorámica de M. A. Lahmeyer Lobo, Aspectos da actuaçâo dos Consulados de Sevilha, Cádiz e da América Hispánica na evoluçâo económica do século XVIII, Río de Janeiro, 1965. Además, para los consulados de México y Lima en el Setecientos, cf. las obras básicas de D. A. Brading, Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810), México, 1975; C. Borchart de Moreno, Los mercaderes y el capitalismo en México (1759-1778), México, 1984; y C. Parrón Salas, De las Reformas borbónicas a la República. El Consulado y el comercio marítimo de Lima, 1778-1821, Murcia, 1995.

 [26] Cf. F. Garay Unibaso, Correos Marítimos Españoles a la América Española, 2 vols., Bilbao, 1987; y M. Lelo Belloto, Correio Marítimo Hispano-Americano. A Carreira de Buenos Aires (1767-1779), Sâo Paulo, 1975.

 [27] Cf. J. R. Fisher, El comercio entre España e Hispanoamérica (1797-1820), Madrid, 1993, pp. 20 y 77.

 [28] No disponemos de un estudio completo del sistema de comercio libre de Barlovento, aunque sí de los sustanciales trabajos de J. M. Oliva Melgar, “La burguesía barcelonesa ante el Decreto e Instrucción de Libre Comercio de Barlovento”, I Congrés d’Història Moderna de Catalunya, Barcelona, 1984, t. II, pp. 601-609; y “Reflexiones en torno al comercio libre de Barlovento. El caso catalán”, El comercio libre entre España y América Latina, 1765-1824, Madrid, 1984, pp. 71-94. Cf. asimismo, G. Douglas Inglis y A. J. Kuethe, “El Consulado de Cádiz y el Reglamento de Comercio Libre de 1765”, Andalucía y América en el siglo XVIII, Sevilla, 1985, pp. 79-95.

 [29] El Libre Comercio se mantuvo vigente hasta el 21 de febrero de 1828, en que fue derogado, casi cuatro años después de haberse independizado la mayor parte de las colonias americanas y haber quedado el imperio ultramarino reducido a los enclaves de Cuba, Puerto Rico y Filipinas (M. Alfonso Mola, “1828: el fin del Libre Comercio”, XII Congreso Internacional A.H.I.L.A., Oporto, 1999, en prensa).

 [30] La nacionalización de los bastimentos se explicita en el artículo 2º del Reglamento para el Comercio Libre mediante dos líneas de actuación: prohibición del uso de buques de construcción extranjera y ventajas fiscales para los constructores de nuevos buques.

 [31] Un estudio detallado se encuentra en M. Alfonso Mola, La flota gaditana del Libre Comercio, 1778-1828, Sevilla, 1996 (tesis doctoral inédita).

 [32] Cf. J. Muñoz Pérez, “La publicación del Reglamento de Comercio Libre a Indias de 1778”, Anuario de Estudios Americanos, t. IV (1947), pp. 615-664. No siendo pertinente dar cuenta aquí de la nutrida bibliografía existente sobre el libre comercio, cf., para una amplia discusión de su significado, C. Martínez Shaw, “Comercio colonial ilustrado y periferia metropolitana”, Rábida nº 11 (1992), pp. 58-72; y A. M. Bernal y J. Fontana (eds.), El comercio Libre entre España y América, 1765-1824, Madrid, 1987.

 [33] Cf. A. García-Baquero González, Comercio colonial y guerras revolucionarias, Sevilla, 1972.

 [34] Las cifras están tomadas de A. García-Baquero, Cádiz ..., t. I, pp. 323-330, para los dos períodos del monopolio gaditano, y de J. R. Fisher, Commercial relations between Spain and Spanish America in the era of Free Trade, 1778-1796, Manchester, 1985, p. 67, para las remesas del Libre Comercio.

 [35] Las cifras del monopolio sevillano proceden de L. García Fuentes, El comercio ..., pp. 180 y 225; las del monopolio gaditano de A. García-Baquero, Cádiz ..., t. I, p. 255; y las del Libre Comercio M. Alfonso Mola, “La flota ...”, p. 20.

 [36] Para los datos del monopolio gaditano, cf. A. García-Baquero, Cádiz ..., especialmente t. I, pp. 329-330. Para el Libre Comercio, cf. J.R. Fisher, El comercio entre España e Hispanoamérica (1797-1820), Madrid, 1993, especialmente pp. 18-19.

 [37] La apreciación se desprende del análisis que estoy realizando de la última década de vigencia del Libre Comercio, empleando como fuente alternativa el Diario Marítimo de la Vigía de Cádiz, dado que las fuentes oficiales se extinguen en 1818.

 [38] Las 114.600 toneladas suponen el 44% de la totalidad de las toneladas puestas al servicio del transporte durante la libertad comercial y las 38.000 toneladas de construcción nacional del monopolio gaditano corresponden al 21,75%. El espectacular aumento con respecto al final del monopolio sevillano (recuérdese que era del 70%) se debe a la política de fomento de la marina mercante emprendida por Patiño y Ensenada, pero al ser el ritmo de crecimiento del comercio exportador superior a la capacidad constructiva de los astilleros nacionales casi desmantelados (a lo que habría que añadir la competencia de materias primas y de mano de obra especializada empleada en el desarrollo de la Armada, línea prioritaria dentro de la política naval), la demanda de bodega se suplió con la compra de embarcaciones extranjeras en un mercado de segunda mano bien abastecido tanto en la Bahía como en los puertos coloniales.

 [39] Hay que tener en cuenta que la cifra del monopolio gaditano corresponde a la totalidad de la flota colonial mientras que el número de toneladas de construcción nacional señaladas para el Libre Comercio se refiere únicamente al puerto de Cádiz. Por tanto habría que sumar las toneladas nacionales registradas en los restantes puertos habilitados procedentes de los buques que viajaron directamente sin hacer escala en la Bahía. Para una información más por extenso, cf. M. Alfonso Mola, “La flota ...”, pp. 23-31.

 [40] Aunque parezca paradójico, el papel de los buques de construcción criolla se refuerza en el primer cuarto del siglo XIX, en vísperas y durante el proceso de emancipación de las provincias americanas. Su presencia ya no está vinculada al encargo de las unidades por los comerciantes metropolitanos, sino a la participación directa en la matrícula gaditana de los navieros ‘españoles-americanos’, cuyos buques han de pasar por el trámite del doble asiento para poder insertarse en las líneas comerciales Cádiz-América. Los centros productores se hallan en el área venezolana (Maracaibo, Puerto Cabello, Cumaná y Pertigalete), en la peruana (Guayaquil), en la mexicana (Campeche, Tlacotalpan, Huatulco y Puerto Alvarado), en la paragüaya (Angostura y Neembuesí), así como en La Habana, Nueva Orleáns (previo a su venta a Estados Unidos en 1803), Riachuelo (Buenos Aires), Nueva Guayana y Filipinas (Cavite y Sual). Un estudio más exhaustivo en M. Alfonso Mola, La flota .... 

 [41] El esfuerzo por lograr la modernización del tráfico mercantil quedó reflejado en el artículo 7º del Reglamento a través de medidas conducentes a realizar un comercio más dinámico y a disminuir las estadías en puerto. En relación a los elementos matriales y humanos del transporte marítimo (navieros, tripulaciones, matrículas, buques, patentes, etc.) se busca la simplicación de los trámites burocráticos previos a la apertura de registro, la abolición de las visitas y las demandas de licencias o permiso para navegar (ahora sólo se manifiesta el propósito de viajar a los jueces de arribadas y la comunicación del puerto de destino al administrador de Aduanas).

 [42] M. Alfonso Mola, “La flota ...”, pp. 31-37.

 [43] M. Alfonso Mola, “Técnica y economía. El forro del casco en las embarcaciones del Libre Comercio”, Ciencia, Vida y Espacio en Iberoamérica, Madrid, 1989, vol. II, pp. 73-102.

 [44] Para una visión de conjunto sobre esta cuestión, cf. C. Martínez Shaw, “Los comportamientos regionales ante el Libre Comercio”, Manuscrits, nº 6 (1987), pp. 75-89.

 [45] Otros estudios regionales son: J. M. Delgado Ribas, Cataluña y el sistema de Libre Comercio (1778-1818), Barcelona, 1981 (tesis doctoral inédita, cuyos resultados han aparecido en diversos artículos); V. Ribes Iborra, Los valencianos y América: el comercio valenciano con Indias en el siglo XVIII, Valencia, 1985; L. Alonso Álvarez, Comercio colonial y crisis del Antiguo Régimen en Galicia (1778-1818), La Coruña, 1986; C. Manera Erbina, Comerç i capital mercantil a Mallorca, 1720-1800, Palma de Mallorca, 1988; C. Parrón Salas, “Cartagena y el Comercio Libre, 1765-1796”, Anales de Historia Contemporánea, nº 8 (1990-1991), pp. 215-224; J. Varela Marcos, El inicio del comercio castellano con América a través del puerto de Santander (1765-1785), Valladolid, 1991; I. Miguel López, El comercio hispanoamericano a través de Pasajes, 1778-1795, San Sebastián, 1990, de la misma autora, El comercio hispanoamericano a través de Gijón, Santander y Pasajes, 1778-1795, Valladolid, 1992, “Relaciones comerciales guipuzcoano-americanas. 1796-1818”, Boletín de Estudios Históricos sobre San Sebastián, nº 26 (1992), pp. 563-590, “Gijón y América: la continuidad del intercambio comercial, 1796-1818”, Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, nº 140 (1992), pp. 581-605 y “Flujo comercial Santander-América. 1796-1828), Anales de Estudios Económicos y Empresariales, nº 8 (1993), pp. 187-217; D. Peribáñez Caveda, Comunicaciones y comercio marítimo en la Asturias pre-industrial (1750-1850), Gijón, 1992; y A. Gámez Amián, Málaga y el comercio colonial con América (1765-1820), Málaga, 1994. El impacto del Libre Comercio en el ámbito ultramarino en J. Ortiz de la Tabla, Comercio exterior de Veracruz, 1778-1821, Sevilla, 1978; P. E. Pérez-Mallaína, Comercio y autonomía en la Intendencia de Yucatán (1797-1814), Sevilla, 1978; C. Parrón Salas, De las Reformas ...; y J. R. Fisher, “El impacto del comercio libre en el Perú, 1778-1796”, Revista de Indias, vol. XLVIII, nº 182-183 (1988), pp. 401-420.

 [46] Si bien España seguiría manteniendo hasta 1898 un comercio privilegiado con Cuba, Puerto Rico y Filipinas, puesto que el “imperio insular” continuaba estando bajo la soberanía hispana, por lo cual los comerciantes de uno y otro lado gozaban de las correspondientes ventajas arancelarias frente a terceros y el tráfico metropolitano un trato preferente frente a las colonias, el monopolio se había quebrado irremisiblemente, tanto en el terreno del comercio como en el del transporte, donde los buques metropolitanos tendrían que coexistir con los barcos coloniales, especialmente con los de la marina cubana, especializados en el comercio de cabotaje al tiempo que garantizaban el aprovisionamiento de los coloniales de la América continental (incluídas las ex-colonias españolas, Brasil y Estados Unidos). Una clara síntesis en J. M. Fradera, “El comerç americà durant el segle XIX”, El comerç entre Catalunya i Amèrica segles XVIII i XIX, Barcelona, 1986, pp. 111-121.

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Publicado en: Cuadernos Monográficos del Instituto de Historia y Cultura Naval. XXVI Jornadas de Historia Marítima:”Arsenales y construcción naval en el siglo de la Ilustración”, vol. 41, Madrid, 2002, pp. 105-129

 

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Otros artículos y curriculum de la autora en este blog:

FIESTAS REALES Y TOROS EN EL QUITO DEL SIGLO XVIII

FIESTAS EN HONOR DE UN REY LEJANO. LA PROCLAMACIÓN DE FELIPE V EN AMÉRICA

 

2 comentarios

juansita lemnnsuif -

muy buena informacion cuando la lleve al liceo mi maestra quedo impreseonada de la cantidad de informacio pero si la resumen SERIA MEJOR
sigan asi
Juansita Perez
mexico

Jaime Perez Jimenez -

excelente articulo, para mi historia.
Estoy buscando los viajeros de apellidos perez que vinieron de España desde 1750 a 1820 a buscar la quina (corteza medicinal).
Le agradeceria me informara donde puedo buscar o si tienes algo al respecto.
De antemano muchas gracias
Jaime Perez